domingo, abril 06, 2008

Luna de Avellaneda

Empecé a fumar a los trece años, un poco por la edad, un poco por idiota: un idiota que mantuvo el secreto bien guardado durante cinco años, años de esconderme en baños, pasillos y rincones a pitar cigarrillos que robaba. Me descubrieron a los 18, me descubrieron porque dejé de prestar atención, y dejé de prestar atención porque sólo podía pensar en Lorena.
La conocí con 18 años recién cumplidos en un pueblo de campo. Ella era la chica linda del boliche: pelo negro, ojos verdes, curvas peligrosas. Yo era el chico de Buenos Aires y me creía el dueño del mundo. Nos enamoramos sin más. Sacó mi lado romántico -exacerbadísimo por la edad- y pensé en amarla mientras me quede vida.
Ella del campo, yo de la ciudad y la separación -con lágrimas incluidas- fue uno de mis primeros golpes amorosos.
Volví caminando entre nubes, hablándole a las plantas y suspirando como cualquier enamorado de 18 años recién cumplidos. Orgulloso, mostré a todos las fotos de mi nuevo amor -sus ojos verdes, su pelo negro, sus curvas peligrosas-: hasta se las mostré a mi viejo que discretamente se hinchaba por la conquista del hijo varón. Nunca reparé en el cigarrillo que aparecía entre mis dedos en cada una de las fotos y así fue como mis padres descubrieron que el varoncito no sólo tenía un nuevo amor, también tenía un vicio, y no tan nuevo.
Pasados algunos días, la chica culpable de mi fatal descuido (a las pocas semanas fumaba descaradamente en cualquier lado), se mostró a los besos en frente a mi amigo del campo. Me rompió el corazón y nos dejamos de querer por teléfono. Al tiempo volví al pueblo y, después de una finísima venganza, nos reconciliamos y hasta empañamos los vidrios de un auto prestado. Me fui ya sin amarla y pasaron los años.
Tengo la firme convicción de que nadie se olvida de una persona de la que estuvo enamorada, con todos los matices que esa palabra pueda tener. Tengo 30 y en estos doce años intermitentemente Lorena aparecía: por comentarios, por mail, y más cerca en el tiempo, por mensajes de texto.
Después de doce años de no verla, en Avellaneda me reencontré con aquella novia de la adolescencia. Estuvo ocho años en pareja, tiene una hija de poco más de un año y está sola. Sus ojos siguen verdes y su pelo negro, las curvas menos afiladas reconocen su pasado de gloria, pero hoy descubrí que nada de eso era lo que me había cautivado.
Lorena me llega, en algún punto me emociona, y a pura inocencia hasta me hace reflexionar. Estaba nerviosa, temblaba, tenía calor, se reía: Lorena me quiere, siempre me quiso, y se le nota.
Llegué a mi casa hecho recuerdos. Pasaron años y en el medio del laberinto de Avellaneda descubrí que yo de verdad podría amar a Lorena, con una salvedad: sé que nunca va a pasar.

6 comentarios:

Pancho Vilaseca dijo...

Nice & Sweet.

Anónimo dijo...

Riggy, tu relato simple, es muy lindo.

Victor dijo...

Que buen relato, se ve que los dias con el Bigotón no fueron al pedo.

La historia, no se si es ficción, realidad o una mezcla los dos, está buena también. Es reconocible. Yo cada tanto me acuerdo de alguna de las personas que yo hubiera sido si... Da vértigo.

Humanoide dijo...

Avellaneda está llena de nostalgia.

El sur está lleno de nostalgia.

GC es un grande dijo...

me encanto el relato...me trajo una nostalgia rara...

como siempre
saluditos

Johnny dijo...

Que lindoooo!!!!, relato hermoso!... Y con Regina De fondo, mejor todavia, me encanto, posta que si...
Yo ando ahi, digamos que lo que escribo ya no es lo de antes, pero que se yo... Nada, mucho yo, no me gusta(?).

Besitos che!